Érase una vez en un país
muy lejano, donde los ciudadanos vivían tristes, apesadumbrados y asolados por
una terrible crisis económica y de valores morales.
Sus gobernantes no
sabían que hacer y pasaban los días discutiendo y pelando entre ellos. El Rey
era ya muy mayor, estaba cojito y tampoco sabía como hacer felices a sus
desdichados súbditos…
Un día se reunieron los
gobernantes con su Rey para buscar una solución, discutían, chillaban, gritaban
y no solucionaban. Acertó a pasar por allí un hombre sabio y viéndoles tan
afligidos les dijo: “Alegraros todos, la solución monta ahora un flamante
corcel blanco y cabalga bajo estas ventanas”.
Se asomaron y vieron al
apuesto hijo del Rey. El Príncipe –que tenía fama de ser muy honesto y
estudioso– se había casado con una doncella plebeya y tenía ya dos preciosas
hijas.
Se quedaron todos
pasmados, siempre habían tenido la solución delante y nunca la habían visto. El
viejo Rey –entristecido– se levantó renqueando del trono y prometió a todos
abdicar al día siguiente. El Príncipe sería el nuevo Rey, con su juventud e
inteligencia guiaría de nuevo al país para conseguir restablecer los valores
morales, superar la crisis económica y mantener unidas las diferentes regiones
del reino.
Con el tiempo todos sus
súbditos volverían a ser felices y comer perdices. El hombre sabio sonrío, les
guiño un ojo y continuo su camino.
Y colorín colorado, este
cuento se ha acabado.
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