Después del Dos de Mayo, continúan en el barrio los problemas con los gabachos. Amparados por la oscuridad, se dedican a realizar pintadas, destrozar mobiliario urbano, voltear tapas de alcantarillas, volcar cubos de basura, arrancar indefensos árboles o quemar aquello que les incomoda.
Beben como cosacos, mean como animales y vomitan en las aceras como posesos. Con latas, botellas y desperdicios invaden las calles. Impregnados en alcohol, gritan a voz en cuello, se muestran bravucones, parecen no razonar e ir escasos de seso.
Estos “nuevos gabachos” no vienen de la lejana Francia, sino de la vuelta de la esquina, de otros barrios e incluso del mismo barrio. Se juntan en manada para cometer tropelías varias, pero gustan de la soledad para pensar y realizar sus horrendas pintadas.
No matan a los vecinos, ni reducen todo a escombros, ni hablan en francés, ni dan vivas al Emperador, ni tan siquiera intentan cambiar un Borbón por un Bonaparte. Pero a su manera… son igual de bárbaros que los franceses que un dos de mayo de 1808 se pasaron por el barrio.
Ya no está Manuela Malasaña, ni su padre, ni Daoíz, ni Velarde, ni los miles de heroicos y anónimos ciudadanos que defendieron entonces el barrio. Cada año conmemoramos su hazaña, pero los vecinos ya hemos perdido su espíritu y la autoridad competente –tanto entonces como ahora– permanece pasiva y acuartelada.
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